LAUREANO
GÓMEZ 1937. El impulso que los muralistas consiguieron para la
realización de sus trabajos de unas entidades gubernamentales plenamente
controladas por el liberalismo, contó con la tenaz oposición de enemigos que
militaban en el sector conservador. No podía ser de otro modo si consideramos
que los planteamientos radicalizados de ese grupo de artistas eran de
identificación con las clases populares, mejor representadas por un obrerismo
recién organizado que combativamente daba la batalla por sus reivindicaciones
de clase.
El articulo que sigue es, quizá, la mejor expresión
de la enconada crítica que se desato en contra de los muralistas y es un
testimonio fehaciente de la lucha ideológica que se libraba, no sólo en los
cuerpos colegiados de todo el país por detener los proyectos reformistas
Inspirados por López Pumarejo, sino también en el terreno del arte. La
oposición, en el caso aquí seleccionado, se plasmó tanto en términos politicos
como en términos estéticos y en contra de todo lo que la nueva corriente
significaba. Laureano Gómez, presidente de Colombia entre 1950 y 1953,
concluyó su mandato al ser derrocado por el golpe militar de Rojas Pinilla.
Nació en 1899 y murió en 1965. Su nota apareció bajo el titulo de “El
expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte” y fue publicada
en Revista Colombiana, núm. 85, Bogotá, enero 19 de 1937.
“El expresionismo como síntoma de pereza e inhabilidad en el arte” Laureano Gómez
Según
observa Taine, para el concepto de los griegos 2 ocupaciones distinguían al
hombre del bruto y al griego del bárbaro: el cuidado de los negocios públicos y
el estudio de la filosofía. Leyendo el Theages y el Protágoras de Platón se
puede ver la decisión y la alegría con que la juventud perseguía, a través de
las nieblas y de la incertidumbre del conocimiento humano y las asperas
encrucijadas de la dialéctica, las briznas de sabiduría que pueden dar a la
mente el reposo de la verdad adquirida. Este afán de luces y de
perfeccionamiento era llevado armónicamente a todos los órdenes de la vida, que
quedaba así noblemente subordinada al servicio de la sabiduría y al cultivo del
perfeccionamiento de todas las facultades humanas, tendiente a la realización
de un ideal de belleza espiritual y material. Cuéntase que Apeles, habiendo
venido a ver a Protógenes, como no lo encontrara no quiso decir su nombre y
tomó un pincel y trazó sobre una tabla preparada una línea sinuosa de gran
finura. Protógenes, al regreso, cuando vio el trazo, dijo que no podía ser más
que de Apeles. Luego tomó la tabla y dibujó en torno de ella otra más airosa y
sutil y ordenó que la mostrasen al forastero. Al volver Apeles y notar que
había sido superado en la figura del rasgo, avergonzado, cortó las dos líneas
anteriores con otra que las superaba en elegancia y ligereza. Cuando las vio
Protógenes, lleno de admiración, exclamó: “Estoy vencido y voy a reverenciar al
maestro”. Esta leyenda muestra la categoría del espíritu griego, que las cosas
más triviales de la vida, como el anuncio de una visita, sabía marearlas con el
sello del arte y en el simple trazo de una línea sabía encontrar la manera de
dejar la huella de una perfección insuperable.
En apoyo
de este punto de vista, Maurice Barrés cita el apotegma de Anaxágoras: “El
hombre es más inteligente que los animales, porque tiene manos”. En esta
circunstancia, el filósofo griego hacía residir la capacidad de imitar y por lo
tanto la posibilidad del arte. Mas, después de hecha la cita, el mismo Barrés
comenta: “Sí... Pero la sola inteligencia no serviría para nada, si el corazón
no estuviera ahí para completarla. El corazón, quiero decir, algo cálido y
espontáneo, que desde el fondo del ser viene a mezclar sus resplandores, para
colaborar en el esfuerzo de la realización artística”.
Se
atribuye a especulaciones meramente literarias la separación de las bellas
artes de todas las otras artes humanas, y se alega que eso ha traído el
desconocimiento del poderoso y alto carácter del arte en general y de su gran
papel moral y civilizador. Reinach establece tal separación en los términos
siguientes: “La obra de arte difiere, por su carácter esencial, de aquellos
otros productos de la actividad humana, que responden únicamente a las
exigencias inmediatas de la vida. Fijémonos en un palacio, en una estatua o en
un cuadro. El primero podría ser solo una casa y sin embargo ofrecer un abrigo
bien seguro; aquí el elemento artístico está sobreañadido al de utilidad. En
una estatua o en un cuadro ésta no existe más que en un sentido remoto; el
elemento artístico domina él sólo. Así el elemento artístico, ya vaya unido a
la utilidad, ya exista él por sí, es siempre un producto de la actividad
humana, pero de una actividad particularmente libre y desinteresada, cuyo fin
no es la satisfacción de una necesidad inmediata, sino el despertar en nosotros
una emoción viva.(La admiración, el placer, la curiosidad y a veces el
terror). El arte, en cualquier grado que se manifieste, se nos presenta bajo el
doble aspecto de un lujo y de un juego”.
A esta
consideración, que no acepta como artísticas sino las obras humanas consagradas
al entretenimiento y a la producción del placer estético, se opone otra que
aduce un carácter social como perteneciente a la esencia del arte, en todos sus
grados. Este criterio rechaza la oposición del arte a las ciencias o de éstas a
aquél, sin tener en cuenta que aunque de esencia distinta, están estrechamente
unidos. El arte no puede rechazar a la ciencia. No puede ponerse en
contradicción con ella bajo pena de desaparecer. La grandeza de Homero y su
inspiración soberana se hubieran hundido en las tinieblas de la antigüedad, si
no hubiera resumido todo el saber geográfico, físico, filosófico y político de
su tiempo. Las sublimes profundidades y las enhiestas cumbres de la teología y
la escolástica fueron familiares al Dante y consagran las inmortalidad de su
obra. Leonardo asombra sin fatiga a la sucesión de las generaciones humanas, no
sólo por sus cuadros y dibujos, y por los maltrechos y deteriorados fragmentos
de su obra magistral, sino por la hondura y la densidad de sus conocimientos,
la audacia de su genio investigador y la firmeza de su pensamiento filosófico.
Miguel Angel no nos admira más junto a los mármoles de la capilla de los
Médicis, o sobre la plaza de la Señoría, bajo la bóveda de la Sixtina o la
cúpula de San Pedro, que en la disección de cadáveres en los aposentos de los
hospitales o con la lectura de las cartas y sonetos dirigidos a Victoria
Colonna, porque su propia vida no fue menos emocionante que su obra.
Si resulta
arbitrario separar al arte de la vida, distanciarlo de la ciencia le es nocivo
y fatal. A medida que ésta se produce, a ella debe acomodarse el arte, como
condición ineludible de supervivencia. Para un concepto orgánico de la
actividad inteligente, la producción científica no sólo no es opuesta ni
extraña a la elaboración artística, sino que forma algo así como su basamento y
su primera materia. Porque el arte es un acto espontáneo; pero las ciencias no
son sino las leyes o verosimilitudes que el arte busca y descubre para iluminar
su vía en la perenne marcha del trabajo humano. El arte es la actividad
competente sometida a reglas descubiertas por la razón, morigeradas por el
gusto a iluminadas por el sentimiento y que no está forzosamente limitado a la
producción de obras poéticas, musicales o plásticas. Más grandioso concepto es
el que lo considera como unido a la actividad de los hombres que viven en
sociedad, e influyendo de todas las maneras posibles, sobre la realización de
las necesidades y el colmo de las aspiraciones de la raza humana.
Con todo,
una sistematización es precisa, y se fuerza concretar a términos más estrictos
y menos ambiciosos el estudio del tema. Huyendo a la vaguedad de la
generalización, que puede ser exacta, pero que sacrifica la precisión de los
vocablos a la necesidad de hallarlos dilatadamente comprensivos, preferimos
atenemos a la conocida clasificación adoptada por Taine en sus magistrales
lecciones, y que señala en cinco el numero de las bellas artes: la poesía, la
escultura, la pintura, la arquitectura y la música. El autor citado,
considerando de modo especial las tres primeras, anota que tiene un carácter
común, porque todas son, en mayor o menor grado, artes de imitación.
Pero esta
imitación tiene leyes y reglas que determinan la grandeza del arte o su
decadencia y su muerte. La imitación del modelo vivo y de la naturaleza, es la
base esencial de un arte genuino; pero esta imitación, por fiel y exacta que se
la suponga, no basta para producir la obra artística. Un vaciado en yeso no es
una estatua. Una fotografía en colores, no es un cuadro. La obra artística se
anula con la intervención de la factura mecánica. Requiere la intervención
animadora del espíritu del artista, la depuración que sólo se consigue cuando
los elementos artísticos han pasado por el crisol de una sensibilidad humana, Y
en el otro extremo de la modalidad artística, si se pierde de vista el modelo
vivo y los ojos no están completamente vueltos hacia la naturaleza, el arte
degenera y decae hasta hacerse insufrible, y perder toda influencia sobre la
sociedad y la vida.
Una
demostración de este proceso de decrepitud y de muerte resulta, entre otros
muchos casos, de la comparación entre las obras artísticas que nos han legado
Pompeya y Rávena. En las ruinas de la primera se ha podido conocer lo que producía
el siglo primero. En Rávena, los mosaicos son del siglo vi y datan de los
tiempos del emperador Justiniano. Un intervalo de quinientos años muestra el
proceso de decadencia y la ruina final del arte, no porque no hubiera
imitación, sino porque ésta, mal dirigida, no buscaba el modelo vivo y la
naturaleza. Cuando la destrucción de Pompeya, la decadencia estaba iniciada,
pero todavía los artistas reproducían las impresiones recibidas de moderos
vivos, y por eso en la casa de Betti, en las estancias desenterradas y en los
patios interiores, pueden verse imágenes de hermosas mujeres danzantes, jóvenes
luchadores altivos, graciosos niños en armoniosos juegos, pinturas que los
aficionados entendidos copian con igual admiración a la que se observa en los
salones de los Uffizi. En cambio, los artistas de Rávena quitaron los ojos de
la naturaleza y el modelo vivo y se dedicaron a imitar las copias de las
copias. Cada generación se alejó más del original. Se olvidó pintar la figura
humana. El hombre no se representa más que de pies o sentado, porque las otras
posturas parecen extraordinariamente difíciles. Las manos y los pies son
rígidos, en una estilización falsa y arbitraria, que sólo busca facilidades de
ejecución. Lo mismo ocurre con la manera de tratar los paños y ropajes,
enteramente convencional y arbitraria, que sustituye el trabajo de la
observación directa con el recargo de dorados y colores y la fastuosidad de
ornamentos yuxtapuestos, con el ánimo de encubrir la inhabilidad y la pereza
del artista. Los personajes ya no recuerdan las personas vivas, O son muñecos
inertes, que no sirven como elementos emocionales o documentales, o, en Un
esfuerzo expresionista de grande inhabilidad se recurre a procedimientos
rudimentarios, como unos ojos abiertos y monstruosos que invaden toda la cara,
unas lágrimas del tamaño de huevos de avestruz, una risa monstruosa que corta
las fisonomías de oreja a oreja.
La
comparación entre unas y otras piezas artísticas nos muestra muy a las claras
un terrible proceso de descomposición y de muerte, no porque no se imitara,
sino porque se imitaba lo que no se debía. En lugar de tener de modelo a la
naturaleza, los artistas se copiaban sucesivamente, alejándose cada vez más del
modelo vivo y hundiéndose en el trágico abismo de la facilidad, que es mortal
para el arte. No es preciso advertir que es mucho más fácil imitar una pintura,
que tener un modelo natural.
Se puede
tener como regla sin excepciones, que si por un lado la copia servil de la
naturaleza embaraza y estorba la obra de arte, por otro la sistematización de
las escuelas y el estilizamiento de talleres y factorías consume las esencias
artísticas más jugosas y son agotadores como la filoxera para la viña. Si con
estas nociones recorremos la historia del arte, y vemos sus sucesivas épocas de
gloria, de monotonía y de mortal decadencia, las hallamos explicadas por las
costumbres y usos de los artistas contemporáneos e invariablemente podemos
encontrar en uno de los extremos anotados la razón íntima de los
descaecimientos y en la imitación inteligente, razonable y sentida de la
naturaleza, la causa de los esplendores y triunfos. Cuando el arte da señales
de estancamiento y ruina, por haber caído en el amaneramiento por el empleo de
formas convencionales y recetas de fabricación, por el uso y abuso de
procedimientos de taller y habilidades del oficio, siempre ha sido el “retorno
a la naturaleza” el que se anuncia como inminente necesidad y se manifiesta en
el mundo de las formas artísticas como un anhelo sensitivo, un hondo suspiro de
descanso de lo convencional, un indicio de convalecencia y la promesa de nueva
vida que se yergue sobre las ruinas y despojos del amaneramiento repudiado.
Así
aparecen las épocas de espiritualidad clara, de urbanidad sonriente, de alegre
trabajo que no deja la huella del esfuerzo penoso, de tranquilo y completo
dominio de la línea, las formas y las materias plásticas y pictóricas. Así es
el arte libre, lleno de sol, palpitante de vida e impregnado de los efluvios de
una tierra fecunda de Sesostris tercero. Así son esos instantes venturosos y
únicos que vieron surgir bajo el sol y ante el mar azul y amigo la suprema
maravilla del Partenón, la criselefantina majestad de Atenea Partenos y la
perfecta, no superada proporcionalidad del Erecteo. En otra hora (el gótico
naciente) domina el desdén de la naturaleza y la subsiguiente pesantez y
esterilidad del romántico. Porque el gótico denota una pujante reviviscencia
del realismo, que extrae de la reacción los principios del arte de construir y
redescubre en ella la armonía de las formas humanas y el secreto de los paños
que las visten. Muchos años después un adolescente que pastorea rebaños, y por
ende se halla en inmediato contacto con la naturaleza traza, en presencia de
Cimabue, con una piedra puntiaguda, la silueta de una oveja y es la primera
revelación de Giotto. Pero sus discípulos le copiaban a él y pronto perdieron
el contacto saludable con la realidad, secando a poco andar la savia de la
escuela y llenando los muros de los viejos templos de Italia de innumerables
frescos que sólo tienen un valor cronológico. Fue necesaria la formidable
vuelta hacia el modelo vivo que representó Donatello, que hizo vibrar el bronce
y el mármol con palpitaciones iguales a las que imprimía la sangre ardorosa al
correr bajo las venas de los ciudadanos de Florencia para que surgiera la época
prodigiosa del Renacimiento, en que Leonardo se lanzaba sobre la anatomía para
arrancarle todos los secretos de la constitución humana, pintaba figuras
desnudas para cubrirlas después con les vestidos, como se ve en el cuadro sin
terminar de la adoración de los pastores, y buscaba por meses y por años en los
presidios y en los barrios de maleantes el modelo adecuado para el Iscariote
del Cenáculo. En la catedral de Amberes se conserva una maravillosa pintura de
su ma no, sobre una lápida de mármol, en que está la cabela del Jesús de la
Cena, despojado de la barba. Creyó necesario pintarla primero imberbe, para
conocer todas 138 posibilidades de expresión de los músculos de la cara, y sólo
cuando el estudio fue completo, llevó al muro del refectorio la efigie que
había de ser semicubierta por la sedosa barba. La biografía de Miguel Angel
está llena, hasta sus sesenta años, de sus constantes esfuerzos de
investigación anatómica, de sus pesquisas directas sobre los modelos vivos. Con
apasionada e infatigable pertinacia multiplica sus disecciones, ejecuta dibujos
innumerables, bocetos y estudios, analiza de continuo su propio corazón en la
ingente tarea de expresar la energía militante de que su mente privilegiada
estaba pleno. Mas ya a los sesenta y siete años, abandona, ese inmediato
contacto con la realidad y la vida e inmediatamente sus obras se resienten de
sequedad y sistematización. Sus frescos de la capilla Paulina, la
conversión de San Pablo y la crucifixión de San Pedro, muestran que ya. el
artista emplea a sabiendas cierto número de formas, que multiplica las
actitudes extraordinarias y los escorzos violentos, pero que ha desaparecido
mucho de la perfecta verdad de sus primeros cuadros. Este ejemplo, ilustre
entre todos, nos muestra el camino que ha conducido siempre a la decadencia del
arte.
Cabe ahora
preguntar: ¿la época que nos ha tocado vivir es uno de esos momentos felices de
claridad, pleno de dominio y de armonía, que señalan las cumbres alcansadas en
la realización estética por la inteligencia del hombre? O por el contrario,
¿bajamos el declive de una pendiente de decadencia hacia un trágico abismo de
inhabilidad y de ordinariez, descenso del que no podemos darnos cabal cuenta,
perturbados por la algarabía de las trescientas ocas de que hablara el poeta?
Esta
pregunta nos la va a contestar un gran ingenio, que ha llenado de admiración al
mundo contemporáneo por la extensión de sus conocimientos y hace muy poco
tiempo que ha cruzado los umbrales de la muerte. En su caudalosa disquisición
sobre la música y la plástica, Oswaldo Spengler dice: “Recorriendo
exposiciones, conciertos y teatros, ¿qué vemos? Industriosos artífices y necios
tonitruantes, que se dedican a organizar para el mercado cosas harto conocidas
ya por. superfluas e inútiles. ¡A qué nivel de dignidad interna y externa ha
descendido lo que hoy llamados arte y artistas! En cualquier asamblea general
de accionistas o entre los ingenieros de una fábrica cualquiera hallaremos más
inteligencia, más gusto, más carácter y actitud que en toda la pintura y la
música de la Europa actual. Siempre ha sucedido que por cada gran artista ha
habido cien pequeños artistas superfluos que hacían arte. Pero cuando existía
una gran convención y por lo tanto un verdadero arte, esos cien pequeños
artistas producían también cosas buenas y podía perdonárseles porque, al fin y
al cabo, en el conjunto de la tradición, era como el payés sobre el que el
grande se encumbraba. Pero hoy, todos son de esta especie —diez mil trabajando
para vivir—, cuya necesidad no se comprende; y puede decirse con seguridad que
si cerraran hoy todos los institutos de arte, el verdadero arte no sufriría por
ello en lo mas mínimo Basta trasladarnos a la Alejandría del año 200 para oír
el característico rumor de estética con que una civilización cosmopolita sabe
engañarse a sí misma y ocultarse la muerte de su arte. Allí entonces, como hoy
en las grandes urbes europeas, presenciamos una carrera abierta tras la ilusión
de una evolución artística, de una personalidad, de un "nuevo
estilo", de "insospechadas posibilidades"; oímos una abundante
charla teórica, vemos pretenciosas actitudes de artistas a la moda, que parecen
acróbatas, haciendo juegos malabares con pesas de cartón. Tenemos al literato
en lugar del poeta; la indecente farsa del expresionismo organizada por los
vendedores como un momento de la historia del arte; el pensamiento, el
sentimiento y las formas convertidas en industria. Alejandría tenía también sus
dramaturgos de tesis y sus directores de escena que eran preferidos a Sófocles
y sus pintores que descubrían nuevas direcciones y embaucaban al público. ¿Qué
es lo que hoy llamamos arte? Una música mendaz, artificioso estruendo de masas
instrumentales; una pintura mendaz, llena de efectismos idiotas y exóticos, más
propios de carteles de anuncios; una arquitectura mendaz, que cada diez anos
saquea el tesoro de las formas pretéritas para formar un nuevo estilo; una
plástica mendaz, hecha de los robos perpetrados en Asiria, en Egipto o en
México. Y sin embargo, el gusto de los mundanos considera esto como la
expresión del tiempo actual. Todo lo demás, lo que permanece adicto a los
viejos ideales, es deleznable preocupación provinciana”.
Hasta aquí
la cita del gran pensador alemán contemporáneo. Sus palabras, cargadas de
sentido, ¡cómo sirven para designar con exactitud los fenómenos que también se
observan entre nosotros!
Porque “la
indecente farsa del expresionismo” ha contagiado la América y empieza a dar sus
tristes manifestaciones en Colombia. Con el pretexto falso e insincero de
buscar mayor intensidad a la expresión, se quiere disimular la ignorancia del
dibujo, la carencia del talento de composición, la pobreza de la fantasía, la
falta de conocimiento de la técnica, la ausencia de preparación académica, de
la investigación y el ejercicio personales, de la maestría de la mano, y la
perspicacia subconsciente del ojo; en suma, de cuanto hace al artista dueño y señor
de los medios adecuados para exteriorizar la luz divina de la inspiración que
haya podido encenderse en su alma.
Para ser
pintor expresionista no se necesita conocer las leyes de la perspectiva aérea,
el canon de la figura humana, los infinitos secretos de la gama cromática, las
prodigiosas, siempre nuevas, siempre desconcertantes maravillas de la luz, los
misterios del claroscuro, los variados recursos de la sombra, las combinaciones
inagotables de una paleta rica, valiente, exacta e ingeniosa. Bien pudo
Leonardo Da Vinci someterse a larguísimos aprendizajes y ensayos. Estos
pintores expresionistas no se toman ese trabajo. Bounarotti perdió su tiempo
sobre las cadáveres de los anfiteatros, tratando de sorprender el secreto de
los músculos, estudiando los miembros de los cuerpos, con meticulosa paciencia
y consagración inagotable. Todo eso es una perdida, vano esfuerzo, métodos
anticuados y obsoletos. Ahora... ahora, estamos en la grande época del
expresionismo y los artistas dicen que no quieren dar esas vejeces, sino una
emoción nueva, una impresión desconocida e inédita. Proclaman que el arte
estaba agotado y que con ellos empieza una nueva y venturosa edad. Que no se
sabía expresar el sentimiento contemporáneo y ellos han descubierto el
maravilloso sistema, sacado de la cantera de una capacidad rústica que
pretenden poseer, que no les requiere estudio, ni trabajo, ni preparación, ni
fatiga. Todos son genios, según ellos los mayores que la humanidad ha conocido,
pero se presentan sin pulimento ni desbaste y así deben ser conocidos y
reverenciados. Todas sus obras son maestras. No hacen ensayos, que eso sería
indigno de su grandeza. Adonde llegan las puntas de sus pinceles ha tocado la
sublimidad. Ay del que no reconozca el número y la marca de la bestia divina.
Es un atrasado, un reaccionario del arte, un intonso, un deplorable
provinciano.
El
verdadero talento, el estudio, las excelsas dotes del alma artística están
sustituidas por cierta habilidad para establecer una bulliciosa empresa de
elogios, aplausos y clamores que desconciertan y extravían la masa ingenua y
deficientemente informada, que cree en las osadas afirmaciones de que se ha
producido algo nuevo, y no se imagina que la simple audacia haya remplazado al
mérito de una manera tan completa. La gritería es imperiosa, implacable,
ensordecedora. Abruma a los opositores, anonada a los críticos imparciales,
ahoga los reparos, extingue las reservas, desbarata las voces discordantes y no
tolera sino el cántico de adulación y la actitud rendida del pasmo y el
asombro. Mas no es la primera vez que esto sucede en la historia del
arte. Algazaras idénticas se alzaron siempre en las
épocas de grande decadencia, para disimular la inhabilidad e ineptitud de los
extenuados artistas. En la corte del Bajo Imperio pululaban los sofistas no
menos ululantes, ni imperativos, ni absolutos, ni enfáticos, que ponderaban la
decadencia de la musivaria bizantina.
El más
conocido de los expresionistas americanos, cuya obra no se cae de las bocas de
los ergotistas y sofistas contemporáneos, es Diego Rivera, pintor de México. He
tenido ante los ojos reproducciones fotográficas de cuadros ejecutados por él.
El posible encanto del colorido sin duda se ha escapado a mi observación y mi
análisis. Pero la reproducción fotográfica, si es cuidadosa, facilita
considerablemente el estudio del dibujo de los grandes maestros. En las
magníficas impresiones hechas recientemente en Italia de la obra de Miguel
Ángel se puede comprender mejor la portentosa maravilla de dibujo del techo de
la Sixtina, que acaso con la contemplación directa del original, vista en el
espejo que alarga el locuaz cicerone, o en decúbito dorsal sobre uno de los
duros bancos de la capilla.
Uno de los
cuadros se llama Figuras de la época moderna y se anota como existente en el
palacio de Bellas Artes de México. Su descripción es imposible por la barahúnda
de los temas y la aglomeración increíble dc caras, maquinarias, ruedas,
tornillos, lentes, plantas, animales, aeroplanos, máscaras de gases
asfixiantes, Colosales estatuas simbólicas de un atroz dibujo. El centro lo
ocupa la figura de un motorista de tranvía, que con las manos recubiertas con
los guantes de trabajo, maneja la palanca reguladora de la corriente eléctrica.
Sin conexión alguna salen de allí cuatro a la manera de aspas de molino o de
hélices de un avión, con diseños de placas bacteriológicas, cortes de tejidos,
células y microorganismos, de los que se ven en los manuales de historia
natural. En la parte superior del cuadro se ve el emboque de un gigantesco telescopio,
que no tiene ninguna conexión allí con nada de lo descrito; y en la inferior
están reproducidos esos dibujos de los cuadros murales que se usan en las
clases elementales de botánica para enseñar a los niños las partes de las
plantas: raíces, tallos, flores, frutos. Así se ven el maíz, la piña, el
tabaco, el cacao, el cactus, etc., todo sin conexión entre sí, ni con el
conjunto. Entre las hélices con los dibujos bacteriológicos, más tornillos,
dinamos, ruedas, un Lenin, cogiendo las manos de un grupo de figuras exóticas
que le rodea, unas descotadas jugadoras de bridge, una escena, de cabaret, un
desfile deportivo, etc. A los dos lados de las aspas, unas gigantescas ‘entes
vistas de perfil y después un abigarrado conjunto de fisonomías de jóvenes y
viejos, mujeres, obreros, estudiantes, maquinas, rayos X, Trotsky, con un
periódico, rodeado de varios jefes comunistas, todo mezclado sin orden ni
concierto, sin composición, sin perspectiva, sin verosimilitud, sin
proporciones, en una palabra, sin arte.
El algunas
exposiciones de paidología que visité en Chile y la Argentina pude ver los
trabajos que ejecutan en los jardines infantiles los niños de cuatro y cinco
años. Les suministran toda clase de diarios ilustrados, cromos de específicos,
almanaques de propaganda y material gráfico de desecho y unas tijeras con las
puntas redondeadas, para que no se hieran. Los niños recortan aquellas figuras
y después las pegan con engrudo en unas cenefas o bandas de papel, que luego se
colocan a lo largo de los muros de los cuartos de juego de los niños.
Naturalmente, aquellas cenefas resultan con figuras de la época ultramoderna, y
cómo mérito artístico, no les lleva ninguna ventaja el cuadro de Diego Rivera.
Otra obra
de este “expresionista” es una gran pintura mural sobre la historia mejicana.
Toda la iconografía histórica y simbólica del país está revuelta sobre aquellos
lienzos de muro. Como siempre, el esfuerzo de composición es nulo. Es un
hacinamiento de caras de retratos, mezcladas con figuras simbólicas de dibujo
indigente y con caricaturas de un gusto pésimo y de una ejecución rudimentaria.
Las manos, brazos, piernas, torsos tienen escandalosos defectos de dibujo.
Sería interminable si intentara anotarlos. Es una regla casi general que no hay
una mano dibujada con exactitud; los paños de los hábitos y trajes caen en
pliegues que parecen leños, las telas están pintadas de manera convencional,
que no tienen nada que ver con la verdadera realidad. Todo el conjunto,
abigarrado, exótico, incoherente y sin grandeza muestra los síntomas de la
decadencia en grado mucho más grave que los que quedaron impresos en los
filosaicos de San Vitale de Rávena.
El arte
del bajo imperio llegó a terrible sequedad y aniquilamiento porque los artistas
sucesivos se copiaban entre sí, alejándose cada vez más de la naturaleza. Eso
pasa con los expresionistas. En uno de los números de la malhadada Revista de
las Indias, esa audaz empresa de falsificación y simulación de
cultura en hora infausta acometida por el Ministerio de Educación, puede verse
que un pintor colombiano ha embadurnado los muros de un edificio público de
Medellín con una copia y servil imitación de la manera y los procedimientos del
mejicano. Igual falta de composición. Igual carencia de perspectiva y
proporcionalidad de las figuras. Sin duda, mayor desconocimiento del dibujo y
más garrafales adefesios en la pintura de los miembros humanos. Una ignorancia
casi total de las leyes fundamentales del diseño y una gran vulgaridad en los
temas, que ni por un momento intentan producir en el espectador una impresión
noble y delicada. Naturalmente, el coro sofista y seudo-literario elogia
aquellos fantoches a rabiar.
Bien
calificado está por Spengler como “indecente farsa” esto del expresionismo. Es
una farsa, porque justamente caracteriza al arte pictórico, gloria de la
civilización occidental, el haber sabido expresar los más delicados
sentimientos; las más nobles, las más sutiles, las más terribles, las más
refinadas, las más placenteras y gratas emociones que puede experimentar la
naturaleza humana. En las salas del museo de Dresde se ofrece a una admiración
sin término ante fervorosos peregrinos del arte, la insuperable expresión de la
madre, que puede producir el genio humano, en los trazos soberanos de belleza,
de intención, de dulzura, de melancolía, de amor y de incertidumbre de la
Madona Sixtina. La sonrisa inimitable, inefable, arrobadora de Mona Lisa la mirada
del cardenal Trivulzio, el continente mayestático, lleno de severidad y de
grandeza sobrehumana de Julio II, la expresión inenarrable do las manos de
Jesús en el cuadro de la Cena, y aquel prodigioso diálogo de otras manos en el
lienzo del Denario del Tiziano, el desgarramiento de todos los dolores humanos
registrados en los muros de la Sixtina, la sublime elación de la divinidad de
la Transfiguración O el terror apocalíptico de la visión de Ezequiel,
los fastuosos banquetes del Veronés, el río de vida y de cálida sangre que
corre por la formidable producción de Rubens. ¿Cómo enumerar todo lo que el
arte ha expresado de soberbia manera, y ha sido sancionado por el pasmo y
la admiración sin desfallecimientos de la sucesión de las generaciones de los
hombres? Ciertamente, hay una desenfadada audacia en la pretensión de disimular
con el nombre de expresionismo la carencia de habilidad, maestría y
conocimientos pictóricos, cuando justamente ha sido en la expresión, conseguida
hasta términos casi milagrosos, donde la cultura occidental ha alcanzado
cumbres soberanas, no por el olvido y desdén de los secretos del arte, ni por
el desprecio del dibujo, y el desvío de la maestría que sólo se consigue con la
incansable perseverancia en el estudio directo de la naturaleza, sino por todo
lo contrario.
Es risible
que se hable de “expresionismo” al presentar los infelices productos de la
época contemporánea, olvidando que justamente ha sido el retrato de la gran
época de la pintura el que ha llegado a lo sumo de la expresión posible,
tratando la figura humana, como algo lleno de contenido interno, envuelto en
una atmósfera saturada de riquísimos tonos; sometido a la perspectiva,
armonizado dentro de lejanías espaciales, “hecho en si mismo de pinceladas
fugaces, de matices y de luces temblorosas, con el afán divino, tantas veces
logrado de fijar sobre la tela, no sólo la apariencia física del cuerpo sino la
eterna luz del alma”. ¿Cómo conseguir mayor fuerza expresiva que la alcanzada
por Alberto Durero en su autoretrato o en la efigie de Hieronymus Holzschuher,
que guarda con justo orgullo el museo del emperador Federico? No son nada para
los que creen haber encontrado el arte de la expresión en las realizaciones
logradas por Rembrandt en el retrato del arquitecto, en el hombre del yelmo
dorado, en la aguafuerte del burgomaestre de Six o en tantas otras obras
inimitables. ¿Y los retratos de Van Dyck que pinta las manos y la frente
espiritualizindolas hasta volatizar la materia, como los que guardan los museos
alemanes y holandeses con veneración inextinguible?
Pero más
que todo la palabra es falaz, empleada por quienes debieran ser herederos de la
cultura pictórica de España, que sobresale en el conjunto del tesoro artístico
humano, justamente por su capacidad expresiva, por su sano realismo
trascendental, y la expresión de su lenguaje pictórico. Formidable ese Greco,
que pinta de dentro afuera, y halla en su paleta ricas armonías desdobladas en
atrevidas coloraciones o sintetizadas en blancos indefinibles, empleados como
medios para exteriorizar las almas de loe personajes. ¿Y dónde podrían volverse
a pintar unos ojos con igual expresión de dolor resignado, de hondísima
tristeza, de sufrimiento espiritual desgarrador como los del Cristo del
Expolio? Ahí está Velázquez insuperado en la corporeidad y nobleza de su
naturalismo, coronando una cima del arte que nadie ha hollado después. Murillo,
Zurbarán, Rivera, Alonso Cano y Claudio Coello y tantos y tantos más, que ni
siquiera se enumeran por no tratarse de un índice de la historia del arte,
están ponderando con sus obras la completa falta de sentido del dictado con que
quieren disimular su indigencia los artistas contemporáneos. Es inaudito que
individuos que no poseen la técnica, la escuela, el dibujo ni el genio de los
grandes maestros, digan que hasta ahora no se ha expresado nada, y que son
ellos los que con sus groseros dibujos y su colorido incipiente, vacilante e
inhábil, van a expresar las emociones de la época moderna.
¿Cómo puede ser posible que se realice obra atendible precisamente desde
el punto de vista de la expresión, cuando no se poseen los medios adecuados
para realizar la obra pictórica? En la figura humana, la mirada, el juego de la
boca, el porte de la cabeza, las manos, todo es una fuga de sentido delicadísimo
que se desprende del cuadro y viene a. extasiar al espectador inteligente.
¿Cómo pretender lograr ese resultado cuando se carece de habilidad para
reproducir con exactitud, mirada, manos, sonrisa, contracción de los músculos,
matices de las actitudes?
El
expresionismo es, únicamente, un disfraz de la inhabilidad y una manifestación
de pereza para adquirir la maestría en el dominio de los medios artísticos.
Nada de lo que produce sobrevivirá al ruido con que su aparición es saludada.
Ya lo dijo Leonardo en una de sus sentencias tan completas y exactas. "El
tiempo no perdona lo que se hace sin su concurso".
Fuente: http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/todaslasartes/procesos/indice.htm
http://www.revistas.unal.edu.co/index.php/achsc/article/view/28086/35982